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  • Cuando hablo con los perros, cuando hablo con las plantas, las violetas de mamá o un cactus extinto desde el 2013 que nadie se ha atrevido a botar, cuando hablo con los muebles en un idioma que sería el reflejo de mis intentos de ternura, cuando hablo con un amigo acerca del hecho irremediable de una derrota feliz, cuando hablo con los hijos no nacidos de una generación, cuando hablo con las ventanas recostando una nariz desproporcionada contra sus yerros, cuando hablo con una canción que me habla, cuando hablo con las manos, señales evidentes de cuánto necesitamos estar acompañados, cuando hablo con ella si ella está dormida, un vértigo emocionante de objetos, artefactos de un cariño que se sabe sólo, porque acaso hablar un idioma único nos deja solos, como cuando hablo con el paisaje en su exageración acostumbrada que me lleva a bucólicas propuestas de un amor no correspondido, o cuando hablo con las piedras, mi lengua favorita, esa posibilidad caliza de un silencio milenario, conversaciones todas inútiles, no por la inteligencia de mis argumentos, si no porque alguien ha mentido con el poder de una fe que no mueve ni una partícula de polvo.
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